Ricardo Franco | 11 de septiembre de 2021
Lejos dejarás tu paraíso, tu océano de paz, tu montaña divina, tu luna muda sobre la duna y el canto del pájaro interpretando la sentimental partitura de tu alma herida… y, entonces, volverás a ese extraño vacío que ya conoces.
Se terminó el tiempo divino que tanto esperabas. Se agotó, afortunadamente, la estación mágica que iba a disipar todo tu cansancio, como se agota el charco bajo el sol, y se agota tu paciencia tras la grisácea veladura del invierno, soñando esa tarde en la que ordenarías primorosamente, y bien planchado, todo tu deseo en la maleta para huir de la ciudad.
Se cierra, irremediablemente, el paréntesis breve e indoloro, suspendido, encerrado, como el susurro casi seráfico, de una caracola que te cantaba tantas veces «ya queda menos para tu libertad», mientras tus manos distraídas trabajaban acariciando la inminencia de una imposible e inalcanzable alegría en lo cotidiano.
Por eso, creías ingenuamente, que las carreteras, los aviones, los barcos y los trenes atravesarían los paisajes y la espesura de la pesadumbre amontonada en tu corazón. Y que ese ansia que respiras en la oficina y en la fábrica, en la cola del paro, en la cocina a media tarde, o en los salones del tanatorio, se esfumaría cuando aconteciera el milagro excepcional que tanto esperabas; esa ruptura del tiempo en el tiempo, esa grieta en el espacio, ese advenimiento luminoso de Las Vacaciones como momento de sagrada autosatisfacción; como momento de abandono opiáceo en el que pensabas paladeando su dulzura con un silencio reverencial, absoluto, definitivo como el Amén de un niño que no distingue entre el deseo y la realidad; ese tiempo marcado en el calendario como promesa de salvación que vislumbrabas al final del túnel de tus días tormentosos, con tus prisas por robar algún minuto más a los relojes muertos y tu lúgubre luz de hormiguero infinito, cegado por el barro.
Ese tiempo que es tu religión y responde y sustituye a una tierra prometida, a una liberación que nunca llega, a otro mundo que amanece en ti al abrir las páginas de tu viejo libro, lleno de flores olorosas, reflejos celestiales y rostros evocadores que te llevaban y te traían del futuro al presente como una hojilla indefensa entre los vientos de una vida que no sabes vivir, y de la que huyes buscando un refugio cálido, lejos del aburrimiento, o tornando al paradisiaco jardín donde alguna vez recuerdas no haber sufrido.
Pero, no. Aunque desees mucho y te engañes divagando y planificando, tu nueva aventura también acabará, afortunadamente. Y es bueno saberlo, por si alguna vez quieres dejar de eludir tal certeza elucubrando una nueva evasión, una nueva tentación viajera, una nueva peregrinación para volver a empezar, ocultando el drama y la fatiga de cada día con la misma estrategia inservible y estéril que, al final, te deja el poso amargo de un enfado, de una tristeza mohína y sorda, con su mueca contrariada y su sed, mientras desandas el camino que antes habías hecho, casi volando, para volver al aturdido recuerdo del anhelo sin cumplir.
Lejos dejarás la habitación del hotel con alguna prenda olvidada en el armario, los pasillos en penumbra, la cuenta pagada. Lejos dejarás el barco en el ocaso marítimo, el paseo nocturno, la risa despreocupada y el rugido de las olas bajo un cielo que se pliega, poco a poco, al empuje inmisericorde de la melancolía otoñal.
Lejos dejarás, también, la casa rústica de tus padres en el silencio amarillento y verde de los campos, los girasoles durmientes y el riachuelo donde abreva la sombra oscura de los álamos, el tractor desvencijado, la ermita derruida sobre la fe de los muertos, la huerta, la acequia, y el pastor con su rebaño elevando el polvo del camino como incienso a las alturas.
Lejos dejarás tu paraíso, tu océano de paz, tu montaña divina, tu luna muda sobre la duna y el canto del pájaro interpretando la sentimental partitura de tu alma herida…y, entonces, volverás a ese extraño vacío que ya conoces, que se abre en tus entrañas como un nuevo paisaje infinito por el que crees transitar solo en busca de otro lugar, o en busca de otro rostro más bello donde trascender y ausentarte del mundo en tu enviciada deriva de imágenes irreales, sin nexo ni vida, que te dicen, de cuando en cuando, aunque no quieras escuchar, que no le basta al corazón ese pálido reflejo de instantes fugaces, con los que se distraen y se resignan en su cautiverio los esclavos.
El problema, hoy, es la lejanía como distancia reactiva, desde la que nos posicionamos ante todos, como si hubiéramos levantado un muro invisible entre nuestro corazón y la vida real.
La montaña no se mueve, no se derrumba ni cambia de postura. Acepta el cielo del invierno y calla bajo la nieve, helándose cada noche.